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ISSN 1989-4163

NUMERO 07 - NOVIEMBRE 2009

 

El Cuerpo Arder

Jenn Díaz

Sólo se sabía que, todas las tardes, Pedro y Tomás se iban juntos y no decían adónde. El resto de chicos barajaban las diferentes posibilidades que se les ocurrían y, entre ellas, aparecían siempre las mujeres. ¿Estarán saliendo con alguna chica? En ese punto dejaban a un lado el recuerdo de Pedro y Tomás y se dedicaban a hablar exclusivamente de ellas. ¿Cómo lo hacían para resultar tan apetecibles en verano? ¿Dónde quedaba ese deseo de la piel en invierno? La primera vez que se marcharon lo único que querían era estar solos. ¿No te pasa a ti, Tomás, que cuando hay mucha gente no sabes qué decir y acabas por no decir nada? A Tomás no le pasaba. Tomás directamente nunca sabía qué decir, hubiera gente o no. Pero con Pedro todo era diferente. No tenía que sentir vergüenza de su tartamudeo ni de sus mejillas siempre rojas ni de la mancha de nacimiento que le ocupaba toda la rodilla izquierda. Pedro, cuando lo veía en pantalones cortos, no miraba hacia ella ni cuando empezaba a tartamudear ponía gesto impaciente o se aguantaba la risa y jamás, jamás, había preguntado por qué siempre estaba rojo, como con vergüenza. Por eso, aquella tarde que Pedro le propuso irse solos a dar una vuelta, no se lo pensó dos veces.

Cuando llegaron a la plaza del pueblo, Pedro se giró con una sonrisa. ¿Quieres ver algo bonito, bonito de verdad? Tomás no estaba seguro. Tomás siempre tenía el miedo en el cuerpo, por dentro, y no sabía a qué. Pero aceptó y siguió los pasos de Pedro que eran alegres y rápidos. Lo llevó a una casa que no había visto nunca. El sitio no quedaba de paso para ir hacia ninguna parte y, aunque se preguntó cómo la había descubierto su amigo, no le dijo nada. Agáchate, que te va a ver. Otra vez el miedo enorme de Tomás. Se agacharon juntos y se le olvidó por completo que se escondía de alguien. Pero miró los ojos de Pedro, miró las manos de Pedro, miró la boca de Pedro. Y después volvió su mirada a la casa, buscando una respuesta. Y quizá también una pregunta. ¿Quién era? La mujer aquella que andaba en camisón blanco y transparente por su casa. La mujer aquella que dejaba su ventana abierta. La mujer aquella que se fumaba ahora un cigarro fino y largo apoyada en la baranda. La mujer aquella que enseñaba un pecho en un descuido. Volvió a Pedro que no contestaba a ninguna de sus preguntas y, durante un momento, dudó de si las había formulado en voz alta. Pero Pedro tenía los pantalones un poco bajados y los ojos los cerraba a veces al mismo tiempo que abría un poco la boca. Vamos, no me mires así, ¿es bonita o no es bonita? Y Tomás se bajó un poco los pantalones, dejándose llevar, abrió la boca y cerró los ojos, puso la mano en su sexo. Y no pasó nada. Absolutamente nada. Pedro, a su lado, excitado, se movía cada vez con más rapidez, pero la quietud de Tomás le inquietaba. Es q-q-qué n-n-unca lo he he he he-cho. Pedro, sin dejar de tocarse, cambió de postura y se puso mirando a Tomás. La punta de su pene apuntaba indiscriminadamente a Tomás, a sus ojos ingenuos. Era mucho más grande que el suyo. Pues mírame y aprende y cópiame, ya verás cómo te va a gustar. Tomás miraba la mano de Pedro, los dedos que se le ponían blancos de tanto apretar, su pene que parecía que iba a estallar en cualquier momento. Tan grande. Se giró, volvió a mirar a aquella mujer. Cerró los ojos, abrió la boca, se bajó un poco más los pantalones. Y nada, no ocurría nada. Cuando la primera lágrima rodaba por sus mejillas, lenta, Pedro alargó la mano y, sin miedo, brusco, cogió el sexo pequeño de Tomás. Lo agitó al mismo tiempo que agitaba el suyo. Tomás se miraba el cuerpo, el cambio, la mano de Pedro, su propia explosión. Cerró los ojos y no pensó en la mujer de la ventana, pensó en los dedos de Tomás, en su boca que se abría, seca. Se notó la cara arder, el cuerpo arder. Después volvió el miedo. Un miedo extraño, irreconocible, primerizo. Miró a Tomás: una mano la seguía teniendo dentro de su pantalón, la otra se restregaba en la hierba, limpiándose.

 
 
Naia del Castillo

Foto: Naia del Castillo

 

 

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